jueves, 14 de abril de 2011

Llegar al Mar




Los puertos son tristes. Incluso el agua remansada oscurece más allá de la bocana, hasta convertirse en un espejo negro que absorbe todas las imágenes, todas la penas. La verdad, no sé que hago aquí.

Aspiro con placer la mezcla saturada de olores: salitre y pescado muerto, agua estancada que olvida un cerco blanco mientras se desvanece en la concavidad del cemento, de la piedra. La humedad oprime los sentidos, el calor sofocante transforma la realidad. Mis ojos se nublan.

Un gigante niño ha estado jugando con todo lo que encontraba a su paso; las nasas, los aperos se amontonan sin sentido aquí y allá. Las cajas de pescado permanecen apiladas en posturas imposibles, las más afortunadas guardan de recuerdo el tesoro de una escama.

Al fondo, en la frontera, un orgulloso espigón se alza estático sobre un mundo líquido que se agita, golpea y retrocede para golpear de nuevo. Del espigón no sale la más mínima queja. ¡Estúpido! No sabe que el mar no tiene prisa.

Un toldo de nubes no acaba de abrirse y aplasta cualquier intento de brisa. La tarde agoniza y yo boqueo como un pez en el seco.

Un corro de viejos juegan a ser arañas entre una montaña de redes deshilachadas. Mueven las manos con precisión y sin esfuerzo. Apenas miran la tarea, apenas una palabra, apenas un movimiento porque carecen de piernas. No reparan en mí. Me alejo y cuando me vuelvo se han convertido en sal.

En el saliente, emerge un faro que descansa cada mañana la cabeza de cristal, mientras entorna su único ojo. Polifemo está cansado de mirar al mar y sufre de cervicales. ¡Necesito agua con urgencia!

Me invade la sensación de haber llegado tarde a una matanza; a cada paso caparazones rotos, conchas descarnadas, cabezas momificadas de peces cargados de culpa que todavía saben mirar. Las patas de cangrejo caminan a ninguna parte buscando dueño, sin sospechar que las gaviotas gritan porque lo han visto todo. Temo a las gaviotas.

Un barco que ha escapado del agua, muestra sin pudor su enorme panza; de un salto se ha encaramado a un encofrado y ahí se abandona. Los demás, amarrados, no pueden y permanecen en un constante vaivén, chocando unos con otros, exhibiendo su mal humor. Odio a los barcos.

En alguna parte había una vieja taberna tatuada, envuelta en humo de tabaco, macerada en alcohol. En su interior no hay relojes y los rostros borran sus emociones con aguardiente y ron. Dicen que los que entran solos acaban por olvidar. Dicen,  que algunos nunca han regresado. La taberna siempre está abierta.

Por fin, la lluvia principia sin llegar a tocar el suelo… Lentamente arrecia y todo se va empapando. Alivio para la tierra. El mar recibe indiferente esa agua forastera, hija pródiga que marchó en busca de aventura y que siempre acaba regresando. Me refresca y poco a poco vuelvo en mí. He estado a punto de morir deshidratado y no me he dado cuenta.

Alguien se acerca y comenta:

- Uff, menos mal que llueve.
- (yo) Sí, creía que no lo contaba. Oiga ¿Es usted un pulpo?
- Sí señor, ocho brazos para servirle.
- (yo) No sabía que los pulpos hablaran…
- ¡Desde luego…! Este calor nos afecta a todos pero los bogavantes siempre acabáis dando la nota. Ande, sígame. Sé cómo llegar al mar.

Gelesar.

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