domingo, 15 de mayo de 2011

La Drea


LA DREA


Hacía unos días que les habían expropiado sin remedio. La chabola, el cobertizo donde guardaban las gallinas, el famélico huerto que resistía en medio de un barrio caótico y urbano. La excusa, un enorme obús de la guerra civil que había aparecido intacto en medio de “El Chaparral”. Ese era el nombre que recibía la pequeña finca.

Los chavales nos arremolinábamos frente a las vallas dispuestas por un grupo de militares que llegaron a toda prisa para desactivar aquel ingenio de muerte,  que había dormido enterrado casi cuarenta años pero que según decían los viejos, todavía podía reventar y llevarse a cualquiera por delante.

Mi madre me prohibió asomar la nariz  pero en aquellos años, todavía, las madres no lo controlaban todo y existía un mundo que sólo pertenecía a los niños, un mundo de fantasía, de aventuras, de palabras prohibidas y de secretos donde los adultos no tenían cabida.

En apenas una mañana, hombres y máquinas hicieron desaparecer la bomba y cualquier indicio que probara que allí, durante más de cincuenta años, había vivido una familia. Levantaron zanjas, removieron la tierra y dispusieron, sin querer, un escenario perfecto para jugar.

A ojos de un chaval de once años, el solar parecía enorme. Una tierra fronteriza entre nosotros y ellos. Ellos eran la banda rival, más allá de la calle ancha que separaba dos territorios apenas delimitados por la imaginación. Atravesabas el bulevar de la avenida y el mismo cielo se volvía extraño. Nos sentíamos incómodos y casi nunca pisábamos por ahí a no ser por estricta necesidad. No nos importaba, ahora teníamos un nuevo campo de juego, un lugar especial donde pasar las mañanas y las tardes de ese largo verano. Cazar ratas, buscar cuentas de cristal, balas de la guerra, fumar “un trujas” a escondidas de la mirada de los mayores, hablar de todo y nada a la sombra de la higuera… No era un triste espacio vacío, era un tesoro que caía de nuestro lado. Demasiado hermoso. Desde el primer día supimos que tendríamos que luchar para disfrutarlo.

Dos días después de la marcha de los soldados, Manolín nos trajo noticias de los de Chimbo, calle principal de nuestros rivales. Era extraño, pero no hacía falta quedar, ni llamarse; cómo por ensalmo, sin mediar cita, todos aparecíamos en el sitio y en el momento oportuno. Manolín y su hermano pequeño, “El Chino”, vivían tan cerca de los otros, que siempre realizaban las labores de inteligencia y mensajería. El tema, estaba claro, nos disputaban el uso y disfrute de El Chaparral. Esta vez no les valía un partido de fútbol o un campeonato de chapas, esta vez nos desafiaban a una “drea”, una pelea de piedras dentro del terreno. Las reglas eran simples: no se permitía el uso de tirachinas ni hondas, tampoco valía tirar tierra a los ojos del contrario. Perdía la banda que primero se retirara o se rindiera. Además, el código de honor establecía respetar el paso a los que resultaran heridos y a las chicas,  a excepción de Pili que mostraba una temible puntería. Afortunadamente, Pili, iba con nosotros. Aceptamos, lo contrario era imposible. El sábado siguiente a las 11,00 se decretó el inicio de las hostilidades.

Pasamos esos días de puntillas, a ratos acelerados, a ratos callados y absortos. Bajo juramento, en casa, ni palabra. Chivarse o irse de la lengua, significaba cometer un delito infame que acarreaba destierro. Jorge, que era un manitas, nos ayudó a confeccionar una suerte de escudos con cartón y contrachapado de la carpintería de la esquina.

El sábado, mucho antes de las once, ya estábamos dispuestos. Nos dividimos en tres grupos: uno poderoso en el centro y otros dos veloces a los flancos. Llenamos los bolsillos de piedras y esperamos... Puntuales a la cita acudieron los de Chimbo. Más o menos estábamos a la par. Traían unos cartones largos para cubrirse que nos parecieron ridículos. Miraban nuestros escudos con envidia y parecían tan nerviosos como nosotros.

La cosa iba de veras pero empezamos despacio. Las primeras piedras salían como pidiendo permiso, describiendo una elipse que terminaba en ninguna parte. Previsibles, eran de tanteo; nadie quería quedar fuera de combate a las primeras de cambio. Poco a poco la intensidad fue en aumento, algunas pasaban tan cerca que asustaban. El Chino fue la primera víctima, un pedernal le rompió las gafas. El pobre lloraba, no por el dolor sino por la que le esperaba en casa. A mi lado alguien, acertó un cantazo en la oreja de un pobre muchacho que se fue corriendo con la mano aferrada al oído mientras sangraba.

Los chicos de Chimbo se organizaban en torno a un capitán. Armando era un verdadero líder, atrevido e inteligente. Todos le admiraban, también nosotros, pero esa fortaleza era a la vez su debilidad. Acertar a Armando significaba terminar la contienda, por eso concentramos la drea entorno a él pero Armando no se escondía ni arredraba.

En una de estas, fui yo el que recibió una precisa pedrada en la cabeza que me tiró al suelo, mis amigos me dejaron en retaguardia, sentado, triste. La sangre derramada, tiene una tibieza que no alcanza el agua caliente, esa calidez me recorría el rostro y empapaba la camisa.

Varios heridos después, la cosa pintaba en tablas hasta que Felipe, que atinaba una mosca al vuelo, “de sobaquillo”, acertó de lleno en la frente de Armando con un canto ovalado, sin aristas, preciso. Con su capitán caído, bajaron los brazos y alzaron un pañuelo blanco en señal de rendición. Todo había acabado en silencio, sin vítores ni gritos. Demasiadas bajas, hasta un total de seis, entre propios y extraños.

Se llevaron a Armando medio inconsciente, con una brecha oscura y profunda que daba miedo sin que de su boca saliera una queja y a mi me acompañaron a casa de una vecina para que me curara. Sentía sobre todo, la que me iba a caer cuando mi madre me viera. La vecina, menuda bruja, lo primero que hizo fue mandar a avisarla.

De aquellos días recuerdo el castigo de una semana sin pisar la calle y guardo una cicatriz de tres puntos en la cabeza que acepté sin rechistar, sin derramar una lágrima en la Casa de Socorro, ante la mirada severa y a la vez tierna de mi madre.

Después de la escabechina de El Chaparral, nunca volvimos a pelearnos con los de Chimbo. No hubo alegría en la victoria, ni llegamos a disfrutar el terreno conquistado. No hablamos mucho del asunto y una sombra nos cubrió durante el resto del verano.

En septiembre, en el lugar de la batalla, un amigo “enchufado” del Concejal de distrito, comenzó a levantar un edificio de cuatro plantas con plazas de garaje. Secretamente nos alegramos, porque bajo aquella mole de ladrillos, quedaba al resguardo una parte de nuestra inocencia.

Gelesar

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