Evolución
Después de unos cuantos años cargados de desastres naturales, revueltas sociales y otras tantas miserias provocadas por nuestra ignorancia, las primeras alarmas que advertían que algo diferente estaba sucediendo, surgieron con la negativa de millones de personas a alimentarse. Fue lo que los científicos, tan empeñados en poner nombre a todas las cosas que no comprenden, dieron en llamar “Anorexia social”. Los afectados, sentían repulsión a ingerir cualquier sustancia animal o vegetal y languidecían en casas y hospitales con una mueca burlona acentuada por la extrema delgadez, mientras los ojos se les hundían y los huesos emergían rotundos bajo la piel.
Nadie, ni siquiera los inapetentes, sabían el porqué de tan extrema determinación que les inducía, pese al natural sentido de supervivencia, a abandonarse definitivamente. Lo cierto es que por primera vez en la historia de esta humanidad, morían de hambre tantas personas en los países ricos como en los pobres y desnutridos de siempre. Una maravilla para los gurús de la igualdad, defensores de la distribución equitativa de la nada.
El miedo a sufrir esta nueva enfermedad o esta absurda negación, se había instalado en cada persona, cada familia, en cada pueblo y ciudad del mundo. Nadie estaba a salvo y ni la ciencia, ni la religión, ni los gobiernos tenían respuestas; pero lo mejor estaba todavía por llegar…
Tres meses después de la aparición de los primeros casos, comenzaron las transformaciones espontaneas. Caminabas tan tranquilo por la calle y de repente un tipo a tú lado, estallaba en una exhibición de colores para iniciar un vuelo lento y ceremonioso convertido en un ser luminoso y energético. Un híbrido entre elfo de Tolkien y Campanilla de Peter Pan. Estos seres de luz resultaron ser el inicio de una nueva especie, un paso más en la evolución o eso creíamos porque comunicarse con ellos resultaba imposible.
Los primeros en sufrir la transmutación fueron los supervivientes del ayuno, quien sabe si por la liviandad que proporciona la falta de peso. También los niños que según se decía vivían libres de apego y maldad, y se transformaban vertiginosamente en multitud de formas y colores que variaban traviesamente, como jugando. Un estrés para nuestros primitivos ojos.
En cualquier caso se mostraban pacíficos y aunque de vez en cuando, quizá por nostalgia, les veíamos sobrevolar sus antiguas casas, en general, se concentraban en espacios naturales y abiertos. Revoloteaban afanosos por bosques, ríos, desiertos y mares. Quién sabe si restañando las viejas heridas de la tierra y del paisaje. No parecía interesarles cosa material alguna: dinero, medicinas, alimentos. Tampoco construían, ni cantaban. No leían el periódico ni jugaban al fútbol. No escuchaban las noticias de la tele ni militaban en ningún partido político. La verdad, no sabíamos casi nada aunque a nuestros ojos parecían hermosamente aburridos. Afortunadamente no se les podía hacer daño por más que en los primeros días, multitud de personas asustadas, enfadadas o humanamente estúpidas, todo viene a ser lo mismo, habían intentado con armas de todo tipo y sin resultado, el “Tiro al duende”.
Al acabar el año, éramos pocos los humanos y la mayoría nos sentíamos como debieron de hacerlo los últimos Neandertales, anticuados y caducos, al ver prosperar a los primeros de nuestra especie: pesimistas, con la autoestima por el suelo y esa sensación de pérdida que atraviesa el estómago cuando algo termina.
Sin embargo, lo que más tristeza me producía, era la determinación de los “enrocados”, los que habían decidido no mutar y acabar así sus días en un incompresible acto de rebeldía y de desprecio olímpico a la promesa de un nuevo paraíso.
Guardaba para mí, secretamente, las dos ocasiones en las que había sentido el inicio de la transmutación como un impulso arrollador que empezaba en el pecho para extenderse por todo el cuerpo, pero era pensar en Raquel y el proceso se detenía bruscamente, dejándome agotado y con una quemazón por toda la piel que me hacía maldecir a Darwin y al resto de los evolucionistas.
Raquel, la mujer de mi vida, se había empeñado en quedarse así, más homínida y cabezona que nadie. Que si le gustaba conducir, que si las luciérnagas no comían chuletón de buey, que seguro que el sexo ni lo cataban… Mi Raquel era muy humana y se aferraba desesperada a sus sentidos y al sufrimiento que la hacía sentirse viva. Yo, estaba tan enamorado que no quería abandonarla pese a que sabía, porque lo sabía, que nunca cambiaría, que era capaz de tirar su vida por la borda sin permitirse una oportunidad de futuro. Mira que la decía:
- Joder, Raquel, que dicen que las luciérnagas, como tú las llamas, no conocen la muerte ni la enfermedad.
- ¿A sí?
- Sí… Ni las clases sociales, ni el hambre, ni el sufrimiento, ni la posesión, ni la pena negra.
- Y tú, ¿Cómo lo sabes?
- Lo sé, lo presiento.
- ¡Eres un ingenuo, siempre te crees todo lo que te cuentan!
- Mi vida, no hay nada peor que no querer cambiar, que no querer vivir…
Esa tarde hicimos el amor con desesperación. Aferrado a su cuerpo supe que no había vuelta atrás, que todo estaba dicho, que todo estaba hecho. Y mientras mi ser se desvanecía entre sus piernas y me vaciaba y me deshacía. Mientras mis lágrimas se volvían bolas de luz en mis ojos ya ausentes y un tequiero de color malva cerraba mi boca para siempre, vi el miedo en su mirada y apenas un leve gemido de placer y reproche cuando comprendió que no volvería.
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