Primero la intuición
Más allá del intelecto racional existe en nuestra mente un sistema de percepciones, sensaciones y emociones –que en ciertas ocasiones llegan a ser certidumbres, por lo general inexplicables– con una coherencia interna y una profundidad que a nosotros mismos nos asombra. El raciocinio, ya lo sabemos, está hipervalorado. No es el que, realmente, rige nuestros pasos, como tendemos a creer. Hay muy pocas personas en el mundo, por ejemplo, que elijan a su pareja, a la persona con la que deciden convivir, a la madre o al padre de sus hijos, utilizando un método lógico, metódico, racional. Nadie en su sano juicio hace una lista exhaustiva de los pros y los contras de su futura pareja, un estudio cuantificable, un análisis estadístico basado en rasgos comunes, perfiles, valores, grado de introversión/extraversión, resistencia a la frustración, coeficiente de inteligencia... y toda una inacabable batería de variables psicológicas que, de todas formas, jamás podrían dar una respuesta medianamente fiable a la cuestión. Exceptuando quizás a aquellos que para esta elección acudan a una agencia matrimonial, donde prácticamente sólo tienen en cuenta los gustos declarados y las afinidades en cuanto a utilización del ocio, el resto del mundo confía fundamentalmente en su “intuición” para lidiar con los asuntos sentimentales, que, como todos sabemos, marcan de una manera determinante nuestro destino.
En realidad, si reflexionamos un poco, casi ninguna de las decisiones trascendentales de nuestra vida son el resultado de sesudas argumentaciones. Entre otras razones porque para la mayoría de ellas ni siquiera disponemos de tiempo. La vida no se detiene para que podamos pensarla. Las encrucijadas vitales, o al menos los innumerables matices involucrados en ellas, y la percepción de las consecuencias que acarrearán, tan cambiantes, se nos aparecen siempre de improviso, o se precipitan inevitablemente, y tenemos que “leer” en breves instantes la situación, adoptar una actitud ante ella y producir una respuesta. Es en muchas ocasiones una actividad tan frenética (y con un monto de responsabilidad tan elevado) que el pensamiento racional se bloquea. Y es preferible que sea así, para dar paso a otro tipo de lecturas e interpretaciones más instantáneas, pues si tratásemos de funcionar con la lógica en tales situaciones, los acontecimientos nos arrollarían. Hay veces que una persona tiene que decidir en décimas de segundo si arriesgar su vida para salvar a alguien que está en peligro, y el pensamiento racional únicamente le dejaría paralizado. Pensar, en esos casos, suele dar lugar a una reacción de cobardía que, probablemente, al menos en su fuero interno, esa persona no dejará de cuestionarse a lo largo de toda su vida.
Sentirse respaldado por una constante, fluida y sabia intuición es uno de grandes anhelos del hombre a lo largo y ancho del mundo y de la Historia. Y, como logro, algo extraordinario. Naturalmente, como en todo, existen grados. Tantos como personas. Y, por consiguiente, existe también la posibilidad de desarrollar esta capacidad, de trabajar personalmente para acercarse a ella.
Equilibrio glandular
¿Qué requisitos serían necesarios para acceder a ese primer estado de lucidez pre-consciente, que tal vez podríamos considerar modélico y lejano, aunque no inalcanzable? Haría falta, desde luego, un equilibrio dinámico del sistema hormonal considerable. Lo que llamamos “los humores”. Pero nuestro estado glandular no debemos considerarlo solamente desde el punto de vista médico, fisiológico, ajeno a nuestro comportamiento y a nuestras actitudes, y por tanto a nuestra voluntad, pues está en íntima relación con los esquemas mentales almacenados en el pre-consciente, con las memorias pasivas que constantemente alimentamos, con los rastros de las reacciones defensivas que nuestro paso por la vida ha ido dejando. En realidad somos rehenes de todo un arsenal de secreciones hormonales automáticas que alteran instantánea y profundamente nuestro modo de percibir y de sentir cualquier acontecimiento que se salga de lo habitual. Ante una situación que emocionalmente tenemos clasificada como temida, por ejemplo, la glándula suprarrenal vierte su hormona a la sangre y, en décimas de segundo, se nos eriza la piel (como a los gatos), contraemos las pupilas, tensamos los músculos y podemos reaccionar con una violencia inusitada. E inadecuada.
El anhelado pensamiento fluido, inteligente, ha fallado, y puede que con terribles consecuencias. Y lo peor es que, a posteriori, tendremos que hacer el lastimoso sobreesfuerzo de defender esa reacción, de encontrar sólidos argumentos que justifiquen una mínima coherencia en nuestros actos. Otro sometimiento más, otra impostura urgente, esta vez en nombre de eso que tan rimbombantemente llamamos “personalidad”, que, a decir verdad, no es otra cosa que el decorativo modo en que disponemos nuestras “prendas” (las rotas y las sucias también) en nuestro escaparate. En realidad, aunque nos cueste reconocerlo, el sostenello y no enmendallo es el pan nuestro de cada día. Estamos absurdamente secuestrados por la triste necesidad de ser coherentes defensores de nuestro propio carcelero (nuestras reacciones endocrinas), de ser externa e interiormente congruentes con aquellas reacciones incontroladas a las que estamos encadenados.
Una revisión y limpieza de nuestros estereotipos mentales, de nuestros hábitos pensantes es, por tanto, indispensable. Arduo trabajo, se podría alegar. Tal vez sí, pero en todo caso hermoso, liberador. Liberador para uno mismo, y lo que es mucho más importante aún, liberador para los demás. Libraríamos al mundo de nuestra falta de sensibilidad sensorial, de nuestra rigidez mental, de nuestra atrofia moral. ¿Puede haber algo más importante que hacer a lo largo de toda una vida?
Conseguir que nuestras intuiciones, e incluso nuestras percepciones, sean elementos cognitivos válidos, fiables y coherentes con nuestro yo profundo supone, pues, un grado de libertad interior, un equilibrio personal considerable. Pero la referencia de superación, de coherencia, la llevamos dentro, en alguna parte de nuestro ser, oculta bajo multitud de capas de dudas, de desánimos, de impuestas pretensiones, de inseguridades, de fracasos mal asimilados.
El pensamiento estético sería aquel que pudiera surgir de nuestro yo más genuino sin las trabas de los estereotipos y los bloqueos mentales que se han ido acumulando en el transcurso de nuestra vida, e incluso anteriormente, éstos ya de índole genética, aunque igualmente modificables. Un pensamiento capaz de engranar de manera consciente y activa lo científico, lo poético y lo místico de nuestra facultad pensante.
Es importante tener en cuenta que también la sociedad en la que vivimos inmersos (y a cuya conformación, por otra parte, contribuimos tanto activa como pasivamente) genera, mantiene y promueve con perseverancia la mayor parte de las argumentaciones racionales que sustentan nuestras ideas –también las que tenemos como más subjetivas y personales– y aquello que habitualmente consideramos como valores propios. La mayor parte de estos esquemas éticos y morales nos han sido transmitidos en nuestra más tierna infancia, de forma aparentemente espontánea en el entorno familiar, pero también a plena conciencia a través de la educación reglada (obligatoria). Hasta los conceptos que utilizamos para interpretar la Realidad (la “concepción” que tenemos de las cosas, literalmente la más ajustada al criterio del rey) están mediatizados a ultranza por una concreta definición valorativa común, por un Estado General, el llamado Sistema o Modelo, y por supuesto, al modo que más le interesa al Poder (establishment). Si bien es cierto que en los estados llamados democráticos, según sus propias cartas constitucionales, se garantiza el derecho de todo ciudadano a creer, pensar y expresarse libremente, con relativa independencia de lo que establezca el Modelo, en la práctica –y este es un problema que en la actualidad es más candente que nunca–, las instituciones y sus poderosos medios de comunicación generan estereotipos duales cada vez más cerrados, simples, adictivos y enfrentados, que se alojan en nuestro subconsciente. Las cadenas que nos atan ya no son visibles, las llevamos en nuestro interior, en las profundidades de la mente. El adoctrinamiento ahora es más sutil, en apariencia menos violento pero, en el fondo, más efectivo. El Poder no quiere excesivos experimentos artísticos o poéticos, sorpresas, búsquedas de nuevas concepciones de la realidad entre sus súbditos, porque lo único que desea es permanecer asentado por siempre en el trono Real.
La cárcel del pensamiento
¿Cuál es la trampa del pensamiento dual? La imposibilidad de escapar de los límites de un planteamiento lineal bipolar, que reduce a dos las posibles soluciones a cualquier conflicto o cuestionamiento. Si no somos capaces de volar por encima de la dicotomía humillación-venganza, por ejemplo, estaremos condenados a recorrer una y otra vez los rieles entre ambos polos, sin llegar a comprender que ninguna de las dos opciones, ni tampoco cualquier posicionamiento intermedio, puede satisfacer en profundidad a nuestra conciencia. Ciertos doctrinarismos nos llevarán a creer que el bien –la conducta adecuada– está en un extremo, ciertos convencionalismos sociales nos dictarán al oído que está en el otro. En todo caso, la opción que tomemos, cualquiera que sea dentro de este continuum, dejará una huella emocional que nos impedirá “salir más puros, más libres del momento presente”.
¿Qué mecanismos hay que poner en marcha para escapar de las dicotomías intelectuales, de los insidiosos dualismos mentales? Para una respuesta activa, de cada presente, es necesaria la adopción de una aguda mirada crítica y autocrítica, lo que inevitablemente exige a su vez una considerable dosis de valor, de atrevimiento, de ansias de autenticidad y de humildad. Crítica para descubrir el insano juego que, partiendo de lo que se nos ha enseñado, nos propone nuestro cerebro, tendente desde su misma base a la obsesividad. Autocrítica para ser capaces de reconocer e identificar en nosotros esa tendencia a esquematizar y simplificar el conflicto desde el inicio del planteamiento. Y humildad para asumir que es infinitamente más valioso cuanto ignoramos que lo que creemos saber. Tras ello habría que hablar de comprensión, flexibilidad, generosidad, creatividad, conciencia, honestidad y fe. Flexibilidad para ser capaces de colocarse en todos los posibles ángulos de percepción del problema, comprensión para reconocer la complejidad de matices en la que está inmerso, generosidad para poder escuchar abiertamente las respuestas que ofrece cada uno de ellos, creatividad para imaginar y desarrollar nuevas dimensiones y opciones alternativas, conciencia para elegir aquella que, aunque no sea la que más nos “convenga”, nos haga mejores, honestidad para aceptar y asumir de manera responsable y positiva los resultados que puedan surgir de la opción elegida, fe para estar dispuestos a no tener bajo control sus efectos y consecuencias.
Así, inevitablemente, la aventura personal que supone la búsqueda de un pensamiento coherente con el propio ser, profundamente autónomo, heterodoxo, será también la aventura, la lucha íntima por desactivar la influencia de los estereotipos sociales en nuestro modo de percibir, sentir, pensar y actuar. Como decía un viejo amigo: “En guerra con tus tripas, en paz con el mundo.” Porque, desde luego, es absurdo caer en la trampa del victimismo y de la automarginación, de la autoexclusión del Sistema en nombre de una rebeldía visceral que a éste en absoluto incomoda, pues, como sabemos, la negación obstinada y des-implicada, en realidad rearma y refuerza por principio al sistema.
¿Cómo ejerce esa influencia la sociedad sobre cada uno de nosotros? Dispone de dos herramientas fundamentales: la moral y la ética, de las cuales extrae las normas y las leyes. Ambas poseen un mecanismo primordial común, sumamente eficaz: funcionan a base de dualidades y nos encierran en la dualidad. Estos antiquísimos sistemas de conceptualización e interpretación de la realidad, ético y moral, que por sus raíces exclusivamente racionalistas han sido siempre formas de pensamiento adoctrinables y doctrinarias, pueden y algún día habrán de ser superados por un nuevo paradigma cognoscitivo: el pensamiento estético, capaz de aunar las más libres reacciones bio-genéticas del individuo con su pensamiento racional y con su profundo y actualmente periclitado pensamiento poético. El neocórtex, el lóbulo frontal y el cerebro límbico funcionando de una manera coordinada y plena para poder generar una forma de pensar trinitaria (superadora de los dualismos, inevitablemente maniqueos) y compleja. Conviene destacar este concepto fundamental: en el pensamiento complejo el sujeto no está excluido del proceso de conocimiento, forma parte de él. En palabras de Edgar Morin, su principal difusor, es complejo aquello que no puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple, y que involucra a la totalidad del ser pensante.
El arte como dispositivo liberador
Naturalmente, el concepto de estética debe ser entendido aquí en su acepción más filosófica, no en cuanto al uso común de unas valoraciones acerca de lo perceptivo pretendidamente objetivas, es decir, más o menos estereotipadas. Kant en su “Crítica del juicio” dice: “No puede haber ninguna regla de gusto objetiva que determine por conceptos lo que sea bello, puesto que todo juicio de esta fuente es estético, es decir, que su motivo determinante es el sentimiento del sujeto y no un concepto del objeto". De este modo se revierte la cualidad (y la responsabilidad) de lo bello plenamente al sujeto, tanto en calidad de “creador” como de perceptor de belleza, pues ambas actividades (realizar una obra de arte y captar su belleza) son realizaciones artísticas equiparables que involucran a todo el ser. Por ello mismo, puesto que la sensación sensorial no puede ser común, no es comunicable (no dispone de la posibilidad de ser puesta en común). Para transmitir y recibir algo de esta emoción pura necesitaríamos un lenguaje no-dual, no conceptual. De ahí que exista la poética (el arte) como una herramienta esencial, como un legado arcánico puesto a disposición del hombre –de cualquier hombre– que busque ir más allá de su estado actual y que pretenda que la humanidad pueda dar un mínimo paso en su ineludible evolución.
La poética (no necesariamente el poema escrito) pretende siempre ir más allá de la valoración ético-moral implícita en todos los elementos de cualquier código semántico o catálogo expresivo referencial, ya sea de palabras, formas, colores o gestos. Busca precisamente romper esa lógica racional para despertar circuitos neuronales inéditos, capaces de cuestionar, por tanto, lo hasta el momento estabulado en la mente. Porque es precisamente ese estatismo, esa fijación lo que impide una apertura a la verdadera belleza y al misterio que subyace a toda conceptualización, a todo modelo. Belleza como síntoma del amor. Amor como ausencia de motivación utilitaria y egocéntrica. Amor como expresión de la búsqueda, a veces atormentada, de la grandeza del ser que llevamos dentro.
Mejor que yo lo explica Fernando Sotuela en este fragmento de su libro “Mur”: “Y se hace ahora necesario, en este punto en el que estamos, hablar de la belleza, por cuanto creemos que es un concepto que mucho tiene que ver con la fe (...) Bello, verdaderamente bello, es eso capaz de acercarnos a la verdad, a la realidad esencial. Quizás pudiéramos definir la belleza como aquella presencia que se pone al alcance de nuestros sentidos desconvocando la complicidad que los subyuga; que despliega la extraña facultad de fracturar nuestra rígida estructura de pensamiento, para lograr que más allá de hábitos sensitivos arraigados, de modas estéticas impuestas, que más allá de la moral y hasta de la mismísima ética, surja como viniendo de la nada, pero llevando la aromática fragancia del todo, una inexplicable y honda sensación de felicidad indefinible y sin causa, muy semejante a ese que todos conocemos como enamoramiento.
Pero lo realmente enigmático de tal sentimiento que repentinamente nos invade no consiste tanto en que percibamos y valoremos la belleza de esa presencia que tiene a bien ponerse al alcance de nuestros sentidos, y que no nos deja otra opción que la de amarla, sino en el hecho extraño, apenas comprensible, de que ella logra milagrosamente despertar la belleza que habita en nosotros mismos, y nos convoca así, desde una sensación de gozo, a acercarnos a nuestro propio misterio, a nuestra realidad trascendente. (...)
Mucho se parece la Fe al enamoramiento, y mucho le debe éste al misterioso sentimiento de Belleza que desde lo oculto se presenta. Porque tal vez Fe, Amor y Belleza sean tres expresiones de lo mismo: La Conciencia oculta.”
El reto definitivo
Observemos cómo es el funcionamiento del pensamiento dual moralista en las tres dicotomías históricas que más han influido en la concepción del mundo para el ciudadano occidental de hoy en día. La Grecia clásica centró su ética en la búsqueda del modo de distinguir racionalmente la „verdad‟ de la „mentira‟. Consideraron este problema como el fundamento, la piedra angular en la que deberían apoyarse el resto de las argumentaciones filosóficas, necesaria para dar sentido y validez a todo el armazón lógico del pensamiento humano. Para el imperio Romano, sin embargo, la cuestión fundamental era poder discernir entre lo „justo‟ y lo „injusto‟. Para el Cristianismo, la clave estructural habría que buscarla en la correcta definición del „bien‟, en pugna eterna con el „mal‟. Verdad/mentira, justo/injusto, bien/mal: tres planteamientos esenciales, tres cuestionamientos básicos que dejaron su indeleble huella maniquea en el fondo de todas y cada una de las operaciones mentales que actualmente producimos en nuestra vida cotidiana. Todas ellas lograron conformarse como superestructuras mentales con pretensiones de objetividad, como interrogantes éticos esenciales (para formar parte tal vez del mecanismo operativo de aquello a lo que Freud llamó el superego), pero siempre con dos claros polos contrapuestos y definitorios de lo „deseable‟ y lo „indeseable‟. Es cierto que, desde el punto de vista filosófico, no se nos dio un listado de respuestas obligadas, una única doctrina para cada uno de tales cuestionamientos (si exceptuamos al Cristianismo); puede que, en una búsqueda intelectual más pura, se lograra ir algo más allá de lo que el Derecho Romano decretó, pero, en todo caso, sí se nos impuso un tipo de preguntas. Sí se nos impuso un marco de reflexión perfectamente definido, un método de valoración sistemático de la realidad, una planilla mental para la construcción de nuestra conciencia moral y para el establecimiento de eso que hemos dado en llamar el „sano juicio‟ o, a niveles más consuetudinarios, el „sentido común‟.
Quizá, sin embargo, la más clara y rígida dicotomía que subyace a las tres anteriores y que está en los cimientos de nuestra cosmovisión sea la que nos hace distinguir entre „yo‟ y „los demás‟. Tan es así que hasta nos resulta casi imposible imaginar que esta distinción pueda ser una pura invención racional. Por supuesto, en los niveles de consciencia más primarios funciona a la perfección: “a mí me duele el estómago y a ti no”. (Aunque ya resulta algo menos evidente si decimos: “a mí me duele el estómago y al resto del mundo no.”) Es curioso cómo los tres modelos fundacionales de nuestro pensamiento lógico, los arriba citados, han buscado siempre armonizar el individualismo a ultranza que subyace en toda dicotomía, con un afán universalista, fraternalista, con aspiraciones de esencialidad humana como último objetivo. La Verdad es “la forma máximamente general” del ente (Santo Tomás), Católico significa „universal‟, la Justicia persigue el Bien Común. Nuestras más altas miras siempre (y cada vez más) están puestas en el altruismo, premiamos el sacrificio y la entrega incondicional por los más necesitados, dedicamos homenajes y monumentos públicos a los benefactores de la humanidad y consideramos el heroísmo de los que dedican su vida a una causa noble (es decir, humanitaria) como un valor por encima de cualquier otro. Pero son, en el fondo, sólo emotivos gestos, meros actos simbólicos. Buenos para leer en el dominical de un periódico, para admirar en la sección final de un telediario. De puertas para afuera de nuestra vida. Asistimos al auge de las ONGs, cuyo fin, como decía alguien con una ironía cargada de verdad, no deja de ser algo así como “la revolución, pero a miles de kilómetros de distancia”. Sí, y se cumple cada vez más el famoso aforismo ecologista “Pensar global, actuar local”, sólo que lo local sigue siendo lo de siempre: primero yo.
Es decir, tenemos internalizado, quizá ya desde nuestros genes, la idea del otro, del prójimo (el próximo, en fin), como un „hermano‟ (sin necesidad de acudir a ningún sentimiento de tipo religioso: libertad, igualdad, fraternidad), pero nos olvidamos de esta aspiración minuto a minuto. Mantenemos unas más o menos mediocres relaciones intelectivas cómplices con los que nos rodean, pero somos perfectamente sordos y mudos para las relaciones sensoriales con esa humanidad palpitante con la que charlamos, trabajamos o nos cruzamos a diario, sin darnos cuenta de que en realidad el otro es yo. Yo sin el otro no es nada, no existe. La felicidad del otro es la que crea mi felicidad, el destino del otro es el que va a dibujar mi auténtico y más profundo destino. El otro es más importante que yo.
¿Podríamos imaginar siquiera cómo se desarrollaría un juicio por asesinato si en el juez, o en los miembros del jurado, no existiese esa distinción moral yo/el otro? ¿Si para el juez la persona del reo fuese más importante que él mismo y que todo lo que él representa? ¿Cómo puede salvarse uno mismo y al tiempo condenarse uno mismo? Ni condena ni salvación existirían. Humanidad. El error es humano, y ya lleva en sí, desgraciadamente, la condena. ¿Por qué hacer al otro, al reo, más otro que nunca? ¿Más lejano, más ajeno, menos yo? Ese es, por encima de todos, el más grave castigo que podemos imponerle a alguien. Y ese es el que también doblega al final la más honda conciencia del juez, por más que la razón colectiva a la que representa y nos representa pretenda que puede mantenerla erguida.
¿Podríamos imaginar siquiera como sería el aula de un colegio si para el profesor no existiese esa distinción moral yo/el otro? ¿Si para el profesor la persona del alumno (la persona del niño, iba a decir) fuese más importante que él mismo y que todo lo que él representa? ¿Como podría el profesor enseñarle al niño lo que él, en el fondo de su ser, no sabe? ¿No le trasmitiría mejor sus propias dudas, su propia desnudez, su propia voluntad y curiosidad por aprender algo de toda la maravillosa inmensidad que él mismo ignora? ¿Su propia ansia de saber sin barreras?1
El profesor, el juez, aprendiendo a aprender de lo que el niño y el reo aprenden en su (a veces dura, a veces triste) experiencia de vivir; porque él y él, y él y él, son lo mismo: Humanidad en evolución.
Desde ahí es desde donde podrían empezar a nacer los primeros balbuceos de un pensamiento estético, complejo, automático y sabio.
Miguel Ángel Mendo Mayo de 2011
1 “La verdadera ciencia enseña, por encima de todo, a dudar y a ser ignorante.” Unamuno
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