Entro en casa, cierro la puerta y recuento soledades. Mientras saludo a las personas que sonríen en las fotos de la entrada, dirijo un hola a cada esquina sin esperar respuesta. Mudo la ropa y por el camino invento algo que hacer, como mejorar el olor de la casa con aire fresco de la calle o con el aliento de una vela de colores que a veces se apaga.
Suelo tener abierto el correo por si alguien llama a la puerta; que en la distancia, se reconocen mejor los afectos. También el móvil a mano por si llegas y tu voz se hace presente entre tanto silencio.
Lo mejor, sin duda, es el café de la mañana, desvelando sueños con el humo blanco de un cigarro apenas sujeto por dos dedos, con discreta elegancia; o ese otro cuando la tarde se pone cuesta arriba y pierde sus argumentos. El café es la mejor excusa para iniciar un rito que espante el dolor a los cuatro vientos. Son movimientos sabidos para ganar seguridad y no acumular más dudas, más deudas.
En la soledad cabe el peligro del miedo al vacío, al tiempo sin forma. Por eso, algunos se empeñan en agendas cuartelarias cargadas de quehaceres que pongan orden en la confusión de la vida. Yo, por contra, prefiero la irresponsabilidad de una nube de plata encima de la cabeza para, de vez en cuando, alargar el brazo y con suerte, encontrar algo.
A ratos la pluma, el lapicero, el papel en blanco que tanta angustia me provoca. A ratos un duermevela tumbado en el sofá que no cambiaría por nada, a ratos una canción que atraviesa las habitaciones de punta a punta. Si me gusta puedo escucharla cincuenta veces hasta que acaba cristalizando en un estado de ánimo. Suelen ser tristes, hondos, acompañados de una bufanda de melancolía que no calienta ni en el verano. Puede que la música, a fuerza de insistir, termine por rayar el parqué y entonces me enfado y cambio de tercio.
En ocasiones acabo recitando fotografías que te hice en el último viaje o repasando los mapas de tu cuerpo que ya he aprendido de memoria a fuerza de no recorrerlos. A estas alturas, lo normal es que un libro me elija y salte de la estantería para provocarme o que los cacharros amontonados en la pila susurren mi nombre pidiendo agua.
Mientras, afuera no existe el tiempo, tan sólo una luz cargada de matices que va tornando hasta oscurecer las ventanas y ponerme sobreaviso: es la hora de la soledad del sueño.
JMF
JMF
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